Aprendiendo y concientizando desde la dicha y el
dolor
Hoy cumplo seis
años como mamá. Tengo recuerdo tan
nítidos de Manuel de aquél día. Sin
duda, uno de los momentos más intensos que he vivido. Han sido seis años de aprendizaje, de caídas,
de reconocimiento. Nada fáciles por
cierto, pero no cambio por nada mi vida actual por la que tuve antes de tener a
Manuel. Y casi no me di cuenta de que ya
creció y ya no es un bebé, y no hay día que no agradezca la bendición y la
dicha que él, con su carita redonda, trajo a mi vida.

Recuerdo que
aquellos días, en los que reinventarse
fue el pan de cada mañana, el asumir mi identidad con la nueva etiqueta de
“madre” se volvió algo muy complejo. No
es algo de lo que se pueda alardear ni andar contándolo por todos lados, pero
creo que muchas de las veces me dejé llevar por lo que me dijo el medio. Claro,
nadie nace sabiendo dicen, además cuando
uno vive tratando de “valer” en la sociedad, esa que te exige por todos lados,
y solo te va dando señales de semáforo según la aceptación, uno tiene las
prioridades en otra parte. Pero cuando
nace un hijo tu enfoque cambia, y pese a
todos los consejos de madres, suegras, amigas, etc. vives ese instante
solamente con una prioridad: tratar de entender por qué tu cría llora y tú no
puedes más de angustia. Alguna vez le
comenté a alguien que me sentía como caminando en una cuerda floja sobre un
precipicio y con Manuel en brazos.
Sin embargo,
inmediatamente después del parto habitó con fuerza en mi un instinto amoroso
inexplicable (ahora se que volaba en oxitocina). Una necesidad incontenible de
tener a Manuel siempre pegado a mí me convirtió en una fiera. Sin darme cuenta pasé tardes enteras mirando
su carita, extasiada en su olor, en su contacto, dándole de mamar, y con el en
brazos. Me entregué con toda el alma a amarlo y a cuidarlo. Me angustiaban
tantas cosas también. Sentía que enloquecía. Pero toda la vulnerabilidad que
sentía también traía consigo una fuerza inexplicable, una fuerza más allá de la
que había tenido en toda mi vida. Con
dolor y culpa, reconozco que no tuve la fuerza para hacer cambios más grandes
en mi vida justo cuando nació Manuel, aquellos que me habría gustado hacer para
solamente estar con él, pero siempre
intenté estar ahí de la mejor forma.
Muchas voces
opinaron durante la crianza de mi primer hijo, y yo me recuerdo como una simple
oveja desinformada y casi sin voluntad, que comenzó una lucha pequeña, sin
saber cómo ni por qué. El legado de las crianzas de antaño llegó a mis oídos:
‘ya debería dormir toda la noche’ ‘no lo cargues por que se acostumbra’ ‘hace
mal que duerma con ustedes’ ‘no dejes que te manipule’ ‘dale agüita’. Entre
estos consejos y mi angustia, Manuel
lloraba, ahora sé que lloraba en mi
lugar, lloraba por mi, por todo lo que yo no podía llorar o no me lo permitía.
Mi sombra era grande.
A las pocas semanas de nacido Manuel no subió
de peso y me ordenaron relleno. Zarpazo
sumamente doloroso. Luché, seguí
luchando por dar teta, nadie me había dicho lo beneficioso que era ni mucho
menos, pero mi instinto siguió luchando por alimentarlo y lo hice, pese a que
tomaba leche de tarro, yo seguí alimentándolo con mi leche, más allá de los
comentarios anexos que me dijeron que lo más probable era que se me terminara,
una buena pediatra me enseñó a amamantar a Manuel y luego darle la mamadera. Así lo hice, rigurosamente.
Cuando entré a
trabajar, el segundo zarpazo fue casi mortal. El dejar a mi hijo solo, no me
parecía de ningún modo buena idea, pese a los cuidados amorosos que sin duda le
propinaría la abuela. No pude escuchar
lo que mi deseo gritaba. Me sometí callada al vaivén del metro. Lloré en
silencio. Mi lucha continuó siendo la lactancia y el apego. Las horas de
separación eran largas y los pechos me dolían durante el día. La impotencia de estar sentada en un baño
tratando de sacarme leche con un extractor es una experiencia sumamente
angustiante y denigrante.
La alegría más
grande del día: el recuerdo de los ojos de Manuel iluminados, abrazándome y
levantándome la blusa para tomar teta, la cual ya no soltaba hasta el otro día. Las margaritas en su mejillas, el olor de su
cabecita y el tocar sus manos eran para mí el paraíso. Viví para esos momentos, cuando llegaba en la
tarde.
A la hora de
dormir yo le cantaba, y descubrí que no cantaba tan mal. Ingresé con gusto de
nuevo al maravilloso mundo de los cuentos y canciones infantiles. Me gustaba cantar la Manuelita de María Elena
Walsh. Me sumergí en esa literatura,
recordando los cuentos y la sensación que a mi misma me gustaba cuando era
niña. Y comencé a escribir, y escribí
muchos cuentos para Manuel y no recuerdo haber echo un trabajo más gratificante
y pleno durante mis horas en la oficina.
No sabía nada de
lo que hoy se conoce como crianza respetuosa, o crianza natural. Así, solo con mi instinto luché por la
lactancia, dormimos con él, cuando lloraba su padre o yo lo tuvimos en brazos
noches enteras pese a al cansancio.
Tímidamente escuché mi creatividad a flor de piel, guardé, a sabiendas,
mis dolores durante mis primeros días siendo madre, sabía lo que me dolían,
pero me di cuenta que habían otras cosas que debía arreglar y sanar antes. Me propuse dejar que pasaran las cosas que
debían pasar, y luego buscar una forma de estar con Manuel más tiempo. Hice muchos proyectos, y algunos los he
logrado en cierta medida.
Ahora, a veces
sigo sintiendo mucho dolor porque quizás pude haber estado más tiempo con mi hijo durante sus dos primeros años de
vida, lo digo con culpa y dolor. También
siento que los aprendizajes y los procesos son así, y que lo importante es
tomar conciencia de ellos. Asumo que los hijos más grandes siguen teniendo la
necesidad intensa de estar con sus padres, de aprender junto a ellos, de continuar los
procesos de su mano. Y ahora esa es mi
tarea, pronto Manuel aprenderá a leer y a escribir y ahí quiero estar yo.