![]() |
Oswaldo Guayasamin |
Siempre
he pensado que nos tocó una maternidad compleja, y con esto no digo que otras
maternidades de otras épocas hayan sido sencillas. Justamente ayer leía cómo fue la cruenta
integración de la mujer al campo laboral luego del advenimiento de la
industrialización, y vaya que en ese tiempo deben haber sufrido mucho madres e
hijos. No me habría gustado ser madre en ese tiempo. Lo que quiero plantear hoy es que las madres
de ahora enfrentamos la maternidad, si bien con comodidades en muchos sentidos,
también nos toca enfrentar dificultades que quizás mujeres anteriormente ni
siquiera llegaron a vislumbrar.
Uno
de los puntos clave que considero debemos enfrentar actualmente es el cuidado
emocional de nuestros hijos y como las formas de crianza ayudan o no en ese
camino. Entonces comenzamos un estudio personal acucioso de nuestra propia emocionalidad
y la forma en que fuimos criados.
Abrimos obligadamente el estudio de las formas de crianza antiguas,
observamos indefectiblemente como nuestras abuelas criaron a nuestros padres, y
quizás podemos hasta cuestionarnos históricamente como fueron criadas esas
propias abuelas. Y en todas esas
crianzas, sin juzgarlas en absoluto, encontramos la carencia emocional sembrada
por doquier. Quizás la época ameritaba
otro tipo de cuidados para los niños, cuidados que eran más importantes en
aquel tiempo. Lo cierto es que la
evolución nos ha parado hoy frente a un camino en el que, si queremos empezar a
sanar heridas antiguas, nos obliga a hacer una lectura de cada vivencia y de
los métodos con los que nos criaron. Y
nos damos cuenta que esto tiene una cola larga y que si queremos que nuestros
hijos hagan el cambio y terminen esa cadena, debemos hacer un esfuerzo grande
para empezar a sanarnos nosotras mismas.
Desde
que empecé mi lectura acerca de crianza consciente
me he ido dando cuenta, y a veces incluso con mucha pesadumbre, de ver las
estructuras patriarcales tan arraigadas en la formas de crianza que hemos
heredado. De cómo éstas se van replicando generación tras generación. Microscópicamente
he verificado la presencia de la relación de poder vertical con los niños, que
siempre ataca al desarme emocional para conseguir la tan ansiada obediencia o
lograr que hagan lo que nosotros los adultos consideramos lo mejor para ellos.
Esto es pan de cada día, hasta los momentos más amorosos, crudamente o de forma
desapercibida, salta a la vista.
En
mi caso, los objetos de observación son las abuelas que rondan mi alrededor. A veces, la observación es algo más lejana y
quizás más objetiva. Otras es más cercana y subjetiva. Al tener dos niños varones en casa, la postura
en cuanto a tratarlos es inmediatamente machista y se cuela en cada palabra, en
cada gesto que se les propina cuando ellos emprenden o dicen algo. Por ejemplo, cuando lloran es mejor que no lloren porque NO son niñitas, o
bien si quieren ayudar en algún quehacer doméstico son desplazados porque no es para ellos, y ni hablar si alguno
prefiere un zapatito color rosa o no quiere definitivamente saludarles con un
beso. El chantaje emocional con un ‘no te
compro lo que quieres si no te portas bien o no haces lo que te digo ahora’
es un lugar común en la expresión del afecto.
También es posible constatar muchas veces la búsqueda incesante de
llenar vacíos (propios?) a través de la compra de juguetes ‘de los más caros para ti mi vida’.
Y casi sin sorpresa comparo cuando tratan con niñas, por ejemplo con
unas primitas de mis hijos, el trato por ser mujeres es diametralmente
distinto. Inmediatamente, el discurso se
llena con descalificación por ser curiosas, o preguntonas, o porque saltan más
que los míos, o porque no ser portan como ‘señoritas’. Y no es que estas abuelas sean malas mujeres,
al contrario, son nobles personas, pero llevan selladas en su piel la forma que
a ellas mismas las criaron, y vaya como las criaron por ser mujer. Y lo sé, porque yo también soy mujer y hoy
observo cómo hemos sido criadas.
Para
ser más precisa y minuciosa, cuando observo la crianza que me corresponde, ahí
la cosa se vuelve más temeraria. La
forma que tiene mi madre de tratar a los niños me llega más de cerca, porque es
la misma forma con la que me criaron. Y
no es que yo haya tenido una mala madre, sin embargo, también mi madre arrastra
la forma de cómo a ella la criaron. La
descalificación y el chantaje emocional son algunos de los lugares comunes en
sus formas. La búsqueda intensa de
quebrar la voluntad de mis hijos cuando quieren algo o se les ocurren cosas de
niños es también el irremediable remedio para lograr obediencia. Los ‘por
tonto te pasa’, ‘te portas tan mal’ ‘ya viene el llorón’ ‘este
niñito no come nada’ o la búsqueda intensa de desarmar por medio de la
descalificación o la mención de las falencias o defectos, son claras marcas que
vienen repitiéndose generación tras generación.
Tuve una buena niñez, sin embargo fui criada bajo esta estructura, de la
cual muchas veces yo misma no he podido escapar. Las abuelas tampoco han podido
escapar de la misma estructura o cadena de crianza. Es todo un desafío enfrentarse al cómo a una
la criaron, porque en la toma de conciencia van apareciendo tantas heridas que
nos van marcando.
Y
con todo esto vuelvo y repito, no digo
que las abuelas sean mujeres malas que no quieren a mis hijos. Al contrario, tengo el profundo
convencimiento que ellas aman por sobre todas las cosas a sus dos nietos. Es solo que la forma de entregar el afecto a
ellas también les llegó de esa manera, y en su generación velar por el aspecto
más emocional no fue la prioridad. Ellas
mismas tuvieron que enfrentar otros aspectos igual o más o menos complejos a la
hora de criarnos. Y asimismo ocurrió con
sus abuelas, bisabuelas, etc. en cada una de sus épocas.
A
nosotras nos toca la tarea de observar y enfrentar estos aspectos. Tarea nada
fácil, pues al zambullirse en los anales de nuestra propia historia,
encontraremos que la forma de entregar el amor que te dio tu familia quizás no
fue la óptima. Habrá cosas que uno ha guardado porque no ha querido verlas o no
ha querido sentir más dolor. La bondad de hacer una introspección en las líneas
de crianza, nos lleva a la toma de consciencia inevitable de nosotros
mismos. Si decidimos pararnos desde la
comprensión y la compasión, dejando de lado la rabia y los juicios o las
condenas podemos hacer muchos cambios en nuestra propia forma de criar. Y es que no queremos repetir los aspectos
negativos y por ello no debemos dejar allí escondidos nuestros dolores. Si los
dejamos ir, también podemos dejar ir los dolores de otros. Es necesario abrazar a esa niñita o ese
niñito que lloró cuando no podía dormir y sus padres no acudieron. Es necesario
tranquilizarlos, para luego ir donde sus padres e intentar entender porque ese
día no acudió ante el llanto de su hijo.
Quizás esos padres también estaban llorando o también necesitaron el
abrazo de sus padres. Vaya trabajo. Pero es necesario revisarlo y hacer ese ejercicio,
porque no queremos que nuestros hijos cuando crezcan tengan ese vacío de un
abrazo y un beso cuando lloraron, o que crezcan pensando que ‘por tontos’ les ocurren las cosas, o
que crean que para calmar una pataleta sea lo mejor tirarles agua fría.
Esta
maternidad no es fácil, pero a pesar de todo, puede llegar a ser nuestra
experiencia más gratificante si queremos crecer como seres humanos. Creo que el
enfrentar nuestras propias carencias y dolores, así como mirar en retrospectiva
nuestras líneas familiares intentando comprenderlas y asumirlas, nos puede ayudar a superar y sanear viejos
paradigmas. De esta forma, intentamos no
repetir hacia adelante las mismas estructuras de crianza que ya no pueden
seguir vigentes. El tener conciencia de
la forma en que criamos puede llevarnos a entender y colmar de cariño nuestras
propias insuficiencias. Gracias a esto
tendremos también la capacidad guiar de una forma respetuosa a los nuevos seres
para que vivan colmados de amor, pisando con seguridad personal, con una alta
autoestima y conscientes de ellos mismos y de los que los rodean.
No hay comentarios:
Publicar un comentario